Marcel Caram |
Delicada la precariedad en la que vivimos. Estamos expuestos constantemente a cualquier evento que nos arroje a un abismo o nos encumbre en la gloria. Ese evento que marcará un antes y un después en la existencia puede ser manifestación del principio de vida o puede ser señal del principio de muerte. Dos fuerzas psíquicas en constante antagonismo que nos obliga a estar siempre muy atentos si queremos preservar una integridad desde la cual nos demos a conocer y acomodemos un lugar. Todo acto humano tiene consecuencias y con esas consecuencias debemos vivir o morir. Eso de andar por la vida haciendo o diciendo lo que dé la gana sin responsabilidad, respeto y sin querer asumir las consecuencias nunca ha arrojado buenos dividendos.
Despues de un acto abominable no volveremos a ser los mismos por más que intentemos mantenerlo oculto, siempre alguien lo sabrá, ese alguien que es uno mismo. Si no importa, si no produce el mínimo estremecimiento estaremos, entonces, frente a una psicopatía. Seres que no están aptos para vivir en una sociedad sin causar estragos a los demás y al delicado entramado social donde se desenvuelven. El psicópata es muy peligroso incluso para sí mismo, una vez desenmascarado es frecuente que se quite la vida. Se entiende la decisión como su única opción, ya no puede volver a ocupar el lugar de prestigio desde el cual se le conocía y se valoraba; imposible volver atrás, imposible seguir engañando, seguir representando la mentira y el vacío de su verdadero ser. Se derrumban como sujetos quedando solo los despojos de un fantasma maltrecho.
Como contraste a este infierno aparecen seres cada vez más dignamente apropiados de su lugar histórico, más conectados con la sensibilidad y con ellos mismos, brillantes y con la generosa valentía de devolver a su mundo y a sus iguales un poco de alivio, belleza y justicia, logrando una sonrisa colectiva de aprobación y beneplácito en el descanso de una catarsis. Allí reside la verdadera sabiduría en la conducción de nuestras vidas. No todo da igual, no basta un “me equivoqué” o “el otro lo provocó”, no hay escapatoria posible, una vez realizado el acto infaliblemente cargará con sus consecuencias. Las acciones que someten al otro y maltratan es lo que hemos considerado “el mal” el cual ha sido sometido a interrogaciones con la finalidad de entender sus causas. Freud, que no fue muy optimista con el porvenir de la humanidad, desarrolló sus postulados sobre esta tendencia inherente en el ser humano; en la propia naturaleza humana está la maldad, sentenció.
Gozar del otro sin su consentimiento no puede ni debe ser admitido. Burlarse del delicado tema de la sexualidad humana y las relaciones amorosas es inadmisible, eso no es humor es simple vulgaridad e irrespeto. Si no se contemplan los límites en las relaciones humanas y la delicadeza de las sensibilidades se comienza un juego mortal. Después quedamos sorprendidos y comenzamos a repartir culpas a diestra y siniestra cuando la verdadera y única responsabilidad es de quien ejecuta el acto. Ese es el que tiene que rendir cuenta ante la justicia o ante sí mismo. En una sociedad poco organizada, perdida, vamos quedando sin criterios precisos sobre lo que está permitido y lo que debe quedar prohibido. Apelamos a raros y rebuscados argumentos para justificar y dejar pasar actos delictivos, hasta que, de vez en cuando, revienta un escándalo que nos devuelve la imagen monstruosa que podemos llegar a ser. Se trata de no ignorar la existencia de la maldad, no borrar los efectos del daño y no jugar con las categorías religiosas del perdón y la bondad impuesta por un moralismo que revela muy poca reflexión. Son tiempos de pensar en la muerte a los que nos empujan antes de tiempo, aunque como Spinoza nos ilustró “el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte y toda su sabiduría es sabiduría de la vida”.
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