Oswaldo Guayasamin |
Una revolución si algo nos demuestra es que
los nuevos amos siempre serán más feroces que sus antecesores.
Lacan
El falo es el significante de lo que no se tiene y de lo que no se es. Representa la incompletud que somos y por lo que estamos constantemente deseando a otro ser humano que nos desee; deseando obtener privilegios, un lugar reconocido por otros, dinero, poder y un largo etcétera que podría extenderse sin que tenga fin. Somos máquinas de deseos y al cesar este motor existencial estamos muertos. Causa sufrimiento porque al creer que tenemos o somos lo que deseamos, nos damos cuenta que nunca es suficiente y la búsqueda continúa hasta el fin de los días. No podemos tropezar con la imagen del deseo y creer que lo hicimos realidad sin enfrentar lo pavoroso, lo siniestro; aquello que se nos devuelve como un monstruo destructor. El objeto conseguido que imaginativamente nos complementa y por lo tanto le quitamos vida propia, ese objeto se desvanece en su privilegio al quedar reducido a un apéndice de nuestro cuerpo, un pene que no puede escapar a las leyes de la biología y por lo tanto de la muerte. Es la locura, la incapacidad del discurso ordenador y de la inserción en la cultura.
El falo no es el pene, pero el pene es el órgano que desde lo real emite señales (experiencias de goce) para la posibilidad de simbolizar la potencia en la búsqueda del deseo. Y ese símbolo primordial que representa a un órgano que irremediablemente falla, que recuerda que no somos sin carencias, es el falo. Pues bien, los seres que no se culturizan, que no domestican sus pulsiones, que no se resignan a posponer satisfacciones, que no internalizan que no todo está permitido, que se quedan apegados a la obviedad de la representación carnal de sus goces sexuales, que cargan sus penes y los exhiben de formas grotescas provocando escándalos en la cultura, son los seres que muestran una mayor impotencia. Impotencia para salir de la trampa más banal en la que puede caer un ser humano, mostrando, de esta forma, una fenomenología tan gastada y repetitiva sin ningún rasgo de creatividad. Grotesco porque carecen de lo sublime y hermoso del amor cultivado, porque la vida se les va esculpiendo pedazos de carne (partes del cuerpo) que no puede escapar a la corrupción y en una fanfarronería exhibicionista de lo que no tienen y no son. La adoración de una imagen.
Este fenómeno del culto fálico ha existido desde que se tiene conocimiento del hombre sobre la tierra, siendo uno de los mitos más ilustrativos el de Priapo. “En Trecia existía el culto a Priapo, hijo de Afrodita y de Dionisio; era representado como un hombrecito en actitud burlesca y provisto de un enorme pene, el cual pesa en una balanza. El otro plato de dicha balanza, contiene una bolsa repleta de monedas de oro, simbolizando no sólo el peso del pene, sino, además, su valor y estima. A él se le rendía culto, en cuyo honor se celebraban grandes orgías fálicas”. Las joyas, el dinero, el poder junto con esta actitud burlesca e irrespetuosa hacia otros seres humanos, son las constantes que se observan en algunos hombres y mujeres que ocupan puestos de poder (el cual siempre será transitorio) y por sus carencias espirituales, confunden un lugar temporal con lo que son o tienen. Estos seres que muestran una carencia fundamental de un discurso propio suelen caer víctimas de los monstruos creados por ellos mismos. Terminan robados, vengados, enfermos y traicionados. Despreciados e irrespetados por la cultura que organiza al mundo gramaticalmente, el que nombra para separarse de sí, el que se encuentra inserto en un lenguaje y construye desde su falta.
El poder a pesar de su precariedad posee la tentación de tener acceso a cualquier goce. Se supone que a través de él se tiene potencia para adquirir riquezas, mujeres, objetos de prestigio: vehículos costosos, relojes, viajes ostentosos y también crea la ilusión de poder preservar estos objetos de goce de los otros que envidian esas pertenencias. Crea la ilusión que los súbditos reconocen la superioridad de estos autocondecorados con medallas etéreas; cuando en realidad van gestando odio, resentimiento y las luchas antropológicas por destituir a los falsos propietarios de lo que supuestamente debe ser para todos. Los tiranos se van rodeando de estos seres tan poco cultivados y primitivos como lo son ellos mismos, dedicándose a la tarea de arrebatar todo lo que pueden. Arrebatan fincas, empresas, propiedades y niñas de sus hogares. Caminan observando quien será su próxima víctima con desparpajo porque al creerse falos andantes nada les puede ser prohibido. No hay que repetirlo sabemos cómo terminan; suficientes ejemplos tenemos en la historia. Basta leer “La fiesta del Chivo” de Vargas Llosa.
Seres enfermos de narcisismo que los compele a gastar todas sus energías psíquicas a no cotejarse con otros, se tienen que mantener en posiciones superiores desde las cuales resguardar sus ídolos de barros y sus fechorías. Abrirse al juego de las diferencias y el respeto es rebajarse a la consideración del otro como igual; exponerse a las angustias de sus carencias y a las tensiones propias que implica toda relación con los iguales. De allí que se aferren al poder y a querer ser representantes del falo como las únicas tablas de salvación para no descender al terreno de los humanos, sujetos a la ley del despliegue de significantes. Es sin duda una apuesta suicida y una renuncia a la libertad al ser impotentes para cultivar su propio relato.