William Smith (foto) |
Perdidos en un espacio compartido sin poder entendernos hace
que surja lo peor sin ataduras, limites o aciertos. Después de habernos creído
que teníamos una superioridad declarada por mitos nunca cuestionados, tuvimos
que estrellarnos contra una realidad que sigue su curso sin titubeos y nos
agarra sin discurso, balbucientes y por lo tanto dando traspiés en la
persecución de la tan mencionada libertad. ¿Pero es que acaso entendemos lo que
es libertad? Esta palabra delicada que todos usamos con una absoluta propiedad
y no la sabemos aplicar llegado el caso. Ya lo debíamos saber desde que Kant
especificó la diferencia entre un mundo de la existencia y el mundo que circula
por un acuerdo a través del leguaje. La libertad no tiene referente objetivo
que pueda ser percibido por nuestros sentidos, es un término abstracto y por lo
tanto depende de acuerdos consentidos en una sociedad y tiempo dado.
No tenemos ese consentimiento social porque no hay un
discurso que haya sido acogido por la mayoría y nos defina. Generalmente son
solo palabras vacías que cada quien las va llenando con sus propios referentes
y con sus síntomas. Si lo que en uno predomina es la rabia, ante la pérdida de
espacios de opinión responderemos con desprecio por quien lo ocupaba, no
contemplamos que se trata de otra arbitrariedad ejercida desde un poder
despótico. Por supuesto no hay objetividad y no puede haberla, en el campo de los
valores no es la objetividad lo que rige sino la subjetividad. Si predominara
un criterio solido compartido por la mayoría de lo que significa la libertad
todos lucharíamos por preservar nuestros espacios y exigir respeto, claro
podríamos también exigir que alguien más idóneo lo ocupara. Alguien, que
también por consenso, mereciera el respeto de la comunidad.
Dos problemas diferentes, dos dilemas a resolver con mejores
criterios. Pero ese es el problema no se posee los criterios. Demasiado
maltratados, demasiado agobiados en realidades crueles como para poder
detenernos y observar con estrategia definida hacia donde debemos apuntar y que
no podemos negociar. No se negocia la libertad se defiende en todo terreno y
circunstancia. Pero esas pancartas que exigen libertad y justicia no nos están
diciendo nada, se tornaron en simples significantes sin referentes
identificables en la realidad. Fernando Mires las denomina “clásica reacción
tercermundista donde las adhesiones personales suelen ser más fuertes que las
políticas o las ideológicas, en un país también tercermundista que durante un
tiempo padeció de ínfulas primermundistas” (refiriéndose a Chile). Las demandas
particulares deberían ser articuladas en un discurso general, decía Gramsci este
debe ser el objetivo de la política. Pero nuestra realidad es sin política.
Cada quien demandando desde su fantasma. Un discurso vacío repleto de odio en
el que todo otro discurso se convierte en su enemigo como nos recuerda Alfredo
Vallota.
En el plano de la subjetividad es donde encontramos los
mayores desacuerdos, por supuesto, nadie razonable discute los descubrimientos
científicos comprobados. Ese discurso que dota de sentido a los valores
requiere un narrador que también está sujeto a padecimientos y odios, un narrador
que reclama aclaratorias como sostiene Ricoeur. Es la historia la que le da
sentido a nuestros valores que en gestos heroicos se han defendido y reclamado.
Si bien hay un narrador sobre la realidad llevada a cabo por los hombres, hay
también múltiples lectores. Atrás de toda narración hay un sustrato mítico que
la sostiene y mitiga la angustia colectiva. Si yo sé a qué atenerme, como
comportarme y descansar por el respeto asegurado también podré dormir
tranquilo, ¿no es así?
El ser humano inscrito en el orden simbólico y una sociedad
organizada por acuerdos discursivos, es la eterna búsqueda nunca terminada. No existe
un discurso último, no hay metalenguaje como recordaba Lacan, todo está sujeto
a cambios. Ni ellos se quedaran para siempre en el poder ni nosotros viviremos
tan perdidos como estamos. Mientras tanto defenderé los espacios de opinión
pública como mi derecho a la libertad, no así a cualquiera que lo ocupe.
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