Mia Araujo |
Al referirnos a nuestro mundo estamos hablando de diferentes
niveles de nuestra realidad. Hablamos de los paisajes, clima, arquitectura,
comidas y formas de organizarnos en la cotidianidad pero también, y sobre todo,
nos referimos al lenguaje, discursos, creencias, mitos, costumbres
lingüísticas, modismos, tendencias interpretativas, formas de entendernos y de
querernos. Compartimos un trasfondo familiar que damos como un hecho ajeno a nosotros
el cual creemos imposible de perder o cambiar. Es el mundo, decimos, ese en que
nos tocó vivir y sufrir, cargamos de esta forma con cadenas de forma resignada,
no podemos cambiar lo que es una realidad, una verdad que se ajusta a la cosa.
Cuando ese mundo en el que nos desenvolvemos es en realidad una narración y si
puede y de hecho es transformado con cierta frecuencia.
Una narración que elaboramos a partir del reconocimiento del
deseo que se manifiesta en sueños, fantasías, recuerdos. Surge siempre de una
historia vivida, de errores cometidos y de las mentiras que nos contamos. De
allí surgen nuevos discursos y nuevos sentidos. Es la vía para reeditarnos,
renovarnos y acercarnos a una verdad íntima negada, borrada o expulsada, no
reconocida. Ahora bien, como recuerda Ana Teresa Torres, ese nuevo discurso
debe tener sentido, estar revestido de una verdad estética, capaz de ser
comunicado y entendido por el otro o por la comunidad que se reorganiza, es
decir, que pueda ser leído. Si ya el cuento que nos contábamos nos parecía inverosímil
y hasta despreciable hemos podido ser más cautelosos a la hora de escoger a los
narradores de un nuevo relato porque no todo cuento es asimilable como teniendo
sentido. No es ahora, tenemos veinte años oyendo mentiras cínicas que no
producen sino un efecto de mayor oscuridad y desconcierto. No tenemos nuevos
relatos, tenemos la pérdida de un relato. No tenemos un mundo, tenemos la
pérdida de nuestro mundo.
El ser humano al quedar sin piso simbólico, sin sus
referencias familiares que le producen efectos de confianza y de un mundo
comprendido puede en primera instancia responder con la rabia propia del que fue
despojado, para terminar vencido por el miedo y tornarse en un ser sumiso. Frase de Fernando Mires con el efecto de una
verdad terrible que nos hace sentido en la memoria de nuestras pérdidas
progresivas “La Oscuridad es un Dios con garras que husmea, la Oscuridad te
alcanza, la Oscuridad deja jugar a sus presas, un rato, solo para ver cuán
lejos llegan. Nada de amor, ni siquiera odio. Miedo sí, terror sí, y sobre
todo, sumisión”. Esa oscuridad vio a donde llegamos y nos miente cada día con
mayor cinismo produciendo una gran indignación que ya no encuentra vías de
canalización. No estamos escribiendo un nuevo relato. El que teníamos los
exterminadores de cualquier sentido terminaron por borrarlo, de arrancarlo de
nuestro sueños y recuerdos.
Pero siempre que se produce un engaño necesariamente porta la
verdad que se pretende ocultar o como Lacan afirmaba son errores que revelan
“la manifestación habitual de la verdad misma”. Solo se necesitan buenos oídos
y buenas lecturas. Hay otros mundos que nos están narrando mejor que nosotros
mismos. Ese mundo habla y revela las verdades que reconfortan y nos remiten al
sentido y a la cordura. Pero preocupa y mucho observar lo perdidos que estamos
sin un mundo y sin un discurso portador de verdades. No hemos salido de la
queja y la denuncia. Porque no hay “nada más temible que decir algo que podría
ser verdad. Porque podría llegar a serlo del todo, si lo fuese, y Dios sabe lo
que sucede cuando algo, por ser verdad, no puede ya volver a entrar en la duda”
(Lacan). Mientras tanto de un lado y de otro solo mentiras y quizás un
pensamiento mágico de un “golpe de suerte”.
Circula aunque no se oiga la palabra que no engaña y es
portadora de una temible pero inevitable verdad.
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