jean Luc López |
Después de veinte años sin verlo me lo volví a encontrar, me
gustó como los años habían definido sus rasgos. Me gustaron sus canas y su paso
más lento, sus movimientos reposados. No podía dejar pasar la ocasión sin
invitarlo a tomarnos un café y charlar un poco. Fue un error que sufrí como
duelen los grandes desencantos. No había cambiado nada, su cuerpo mostraba las
señales del tiempo pero no así su mente. Hablaba de las mismas cosas con la
misma ligereza como nos tomábamos la vida en aquel entonces. Yo no dejaba de
verlo e imagino con una expresión de incredulidad y espanto, en realidad no
podía creerlo. Me mantuve en silencio y aguantando unas ganas enormes de
desaparecer de esa escena y hacerme la idea de que nunca había pasado, mis
recuerdos y fantasías sobre él eran más gratos. No se extrañó de mis cambios
porque la verdad es que no se enteró, era igual para él que yo estuviera allí o
no. La misma arrogancia y la misma indiferencia hacia los otros. Si soy sincera
les diré que me aterró.
La vida había cambiado mucho en todos los aspectos. Habíamos
vivido y a mí me parecía imposible que las historias no te fueran
transformando. Los encuentros amorosos y las separaciones, los hijos, los
estudios, las amistades, los compañeros de trabajo, los padres, los hermanos. Ya
yo no me reconocía en aquella persona que una vez fui, aunque algunos rasgos de
carácter seguían allí conmigo pero más adiestrados. Ya no me gustaban las
mismas cosas, ya no tenía, pero ni por asomo los mismos intereses, las mismas
inquietudes. Esa experiencia, casi ominosa, porque era como haber encontrado un
cuerpo sin alma me sirvió para pensar mucho sobre los cambios que necesariamente
conlleva toda vida y qué significa no cambiar absolutamente nada. La impresión
que produce es que no se trata de una verdadera vida humana, que son seres
extraterrestres, zombis, robots tan bien logrados que engañan a una simple
percepción. Si no tuviéramos la capacidad de percibir más allá de lo inmediato
y careciéramos de emoción no nos daríamos cuenta de lo hueco y del sinsentido.
Ahí me dije es eso, la emoción.
Tienen que ser vidas planas vividas por un muerto, alguien
que no se involucra con su propia experiencia. Tienen que ser personas que no
han sufrido pero tampoco han gozado. Todo debe ser igual, todo tachado, todo
borrado. La verdad es que sentí un especie de vértigo al haberme remontado
tanto tiempo atrás pero en la realidad. Cuando uno recuerda su pasado es
inevitable recordarlo con la perspectiva de hoy. Uno se piensa con otra
mentalidad y a veces se pregunta ¿Cómo pude? Otras veces se piensa con ternura,
con cariño y hasta con nostalgia. Es que el tiempo pasó y nosotros cambiamos
pero también cambió nuestra realidad. No estamos en el mismo país y no somos
los mismos. También me detuve a pensar como esa realidad del entorno, ya no tan
cercano, determina los cambios de rumbo de cada destino. A todos nos cambió la
vida, todos hemos tropezados con decisiones forzadas que no queríamos, que no
estaban en nuestros planes, que jamás hubiéramos tomado en otras condiciones.
Uno no puede saber lo que el futuro le tiene reservado, a mí
me lo hubiese contado una adivina y todavía estuviera riendo a carcajadas ¡Admirable
imaginación! habría exclamado. Muchas actividades distintas vamos desempeñando
según nuestros intereses, a veces rectificamos y agarramos otros caminos,
iniciamos multitudes de cosas y dejamos sugeridas otras pero de todas dispone
el futuro. A veces muy ingrato. ¿Cómo no vamos a interrogar esa realidad? ¿Cómo
podemos mantenernos ajenos a ella? ¿Cómo es posible que esa realidad no nos
cambie? Si es una realidad contundente y radical. Si exige decisiones forzadas,
si nos enfrenta con la muerte en vida. He pensado que o nos convertimos en
robots y nos amputamos las emociones o tenemos que colaborar en un bien común,
en aliviar este duro tránsito al más necesitado o irse del país. Pero se hace
más fácil sumergirse en la locura y comenzar a fantasear o a agredir al otro
que también está batallando o que hizo de su vida un propio y digno trabajo.
Admiro a las personas que saben transformarse, que no se
mantienen adscritos a ideologías ni a dogmas incuestionables. Aún más las
admiro cuando hacen públicas sus rectificaciones, porque se lo difícil y
doloroso que resulta. Abandonar una causa o separarse de un ser amado requiere
valentía y soportar el dolor y los estragos que causa. Pero son pasos
necesarios cuando se hace imposible seguir adornando una realidad que golpea
con contundencia, que no solo habla sino grita. De la decisión de una persona
dependen otras y por lo tanto es una responsabilidad que hay que asumir con
todas sus incomprensiones y desprecios que puedan acarrear. La vida no es para
cobardes, para acomodaticios y pusilánimes. La vida bien vivida requiere coraje
y determinación. No me causan admiración, en absoluto, los impolutos, los que
no se han ensuciado en el barro de la existencia, los que no cambian, lo que no
han abrazado creencias para luego poderlas dejar atrás. No me gusta el que
acusa y no ve sus arrugas. No me gustan los dogmáticos, no me gusta el
fanático. No me gusta el que no siente y el que no piensa.
El mundo se está poblando de estos zombis fanatizados que se
acomodan en filas destructoras. Aterran por la convicción que tienen de un
mundo que se quiere concebir sin fallas. Que no admite cambios. Un mundo sin
sentido, un mundo sin vida.
Cambiar es inevitable, traicionarse es imperdonable. Por eso
y mucho más gracias Teodoro.
no entiendo, odias a los que no han abrazado creencias pero te quejas de la gente que cree en algo con determinación (los dogmáticos y fanáticos)....decídete
ResponderEliminarNo odio y no creo que eso se pueda interpretar en mi escrito. Creer en algo con determinación es distinto a seguir fanatizado por dogmas equivocados una vez que la experiencia demuestra su falsedad.Espero haber aclarado sus dudas y agradezco su lectura aunque no su comprensión.
EliminarGracias, Marina. Después de leer tu artículo, me pareció que habíamos tenido una enriquecedora conversación. Soy de los que he cambiado, y no me cuesta reconocer que fui un fanático. Nos empujaba a eso el supremacismo moral de creernos asistidos de verdades y portadores de futuro. ¡Cuánta equivocación! Ahora que podemos mirarnos en el espejo aberrante de la experiencia chavista, vemos con absoluta claridad el error y la perversión. El cambio debe comprometernos con la libertad, la democracia y la búsqueda de una sociedad de igualdad de oportunidades. Gracias.
ResponderEliminarGracias Orlando como tu dices abrazar una ideología comunista es haber creído en un futuro mejor que nunca llegó, sino todo lo contrario. Reconocerlo y cambiar es de seres valientes. Te agradezco mucho tu lectura y comentario.
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