Se ha traspasado todo límite pensable, presenciamos un acto de
maldad pura que excede las posibilidades de su comprensión plena. Se
transgredió la ley de una manera obscena y cobarde; no hay ley mejor dicho,
sino bestias que no dejan de saciar un goce sin barreras, cada actuación los
impele a buscar más y más porque nunca se sacian los imperativos de muerte.
Canallas que no tienen posibilidad de ingresar a las filas de la humanidad, seres
perdidos para siempre que hay que apartar de la sociedad sin contemplación, sin
dilación porque de aquí en adelante cada actuación será más cruel e inhumana
que la anterior. Cuando se trata del goce, de la perversión sin diques morales
y legales de contención, podemos esperar monstruosidades, destrucción y muerte,
acabarán con todo viso de cordura en la ciudadanía, con la poca que nos queda a
esta altura. Si se propusieron acabar las relaciones dentro de la sociedad, si
se propusieron corromper y alterar los recursos psíquicos de contención que
hacen posible la vida en común lo están logrando cada vez con mayor furia. El país
está indignado pero paralizado.
Tarda un tiempo para poder asimilar golpes tan bárbaros. Desde
la rabia no se puede responder acertadamente aunque siempre pican adelante los
desbordados y desubicados. Todo discurso en este momento nos agrede como un
sinsentido, porque las palabras no contienen la fuerza de la emoción que nos
invade, quedan cortas, se nos hacen insuficientes. Son los actos, pero fríos,
calculados y coordinados la respuesta que corresponde. No una actuación sino un
acto, el que proviene del deseo de acabar con esta tragedia; cabezas frías que
solo la afectación intensa puede provocar, esa fuerza que da el deseo cuando ya
no se hace posible descansar en sus límites, cuando se está dispuesto a morir
por una verdad irrenunciable porque no ejercerlo también es una muerte, la
traición a nuestra íntima convicción. ¿No es esta la lección que nos legó
Sófocles en su tragedia Antígona? Una vez agotadas las posibilidades de
entendimiento no hay otro recurso sino desafiar con determinación la imposición
del déspota.
Al canalla no se le atiende, no se le oye, no tiene
redención, no se le perdona. Traspasaron límites inadmisibles y lo saben. Se
les nota el enloquecimiento que provocó el infierno al que se lanzaron, dan
declaraciones sin sentido, se contradicen entre ellos, mueven sus fichas sin
criterio, presienten el final trágico al que empujaron al país. Si, se les nota
perdidos en sus propios laberintos, los espejos le estallaron y reflejan
monstruos acechantes que los persiguen, sus propios fantasmas. Escogieron la
vía sin retorno de transgredir toda norma establecida para la convivencia y
quedaron fuera de la humanidad. No pueden ser vistos como seres humanos legales
porque, por decisión propia, dejaron de serlo. El miedo que bordea la civilidad
y que advierte sobre el peligro de transgredir para ellos desapareció, solo son
empujados por la lucha visceral por el poder y lo que más temen es que le sea
arrebatado. Ya lo decía Hobbes “Un agresor no teme otra cosa que el poder
singular de otro hombre”.
Por ello matan al único hombre que le latió en la cueva, que
burló sistemas de seguridad y les robó armas, con golpes certeros, sin muertos
ni heridos, que demostró en acto lo vulnerables que son. Un hombre que no cedió
en su deseo de ver libre a su país y encontró una muerte traicionera con la
cual terminó de destapar la verdadera naturaleza del régimen. No solo Oscar
Pérez, sus compañeros asesinados también, abrieron las compuertas de la
podredumbre y toda la maldad nos estalló en la cara en vivo y en directo. El
país no se recupera del horror. Nos encontramos paralizados ante la visión de
la perversión que penetró de forma obscena en cada hogar venezolano. La
paralización propia que provoca el exhibicionista que no pretende provocar un
deseo sino el horror por lo inesperado y descarnado del acting-out. El país es otro después de lo sucedido, el
escenario cambió y los actores políticos deben estar a la altura de una nueva
lectura. Toda transgresión tiene consecuencias, exige un castigo, es el mito de Edipo. Mito en el que se apoya
Freud para ilustrar la ley moral por excelencia con la que se introduce el
hombre en las normas de la civilización. No se trata solo de una transgresión
jurídica, se trata de una transgresión moral la que presenciamos.
Si bien muchos autores coinciden en señalar que el mundo se
está comportando sin ataduras a un orden simbólico y así se explica muchos de
los fenómenos patológicos que se observan - la entrega de los seres humanos a
un goce sin límites- en nuestro país tenemos el agravante que los desenfrenados
son los que se apoderaron del poder, por ello hemos pasado a ser la
representación ominosa de una tendencia mortal. Sin una regulación del placer
el acceso a lo común, la palabra, la cultura se encuentra seriamente
comprometidas y emerge un vacío existencial, el que estamos precisamente
experimentando. La depresión, el sinsentido, la paralización del acto creativo
se apoderan de la psique y hace inoperante toda salida posible. Acaso esto no
es lo que vemos en las declaraciones últimas de los desconcertados dirigentes
políticos. O siguen para adelante como que aquí no ha pasado nada, o repiten lo
obvio como que están pontificando. Estamos fuera de toda ley y no hay rituales
que permitan elaborar nuestro duelo nacional.
Si no se les responde con contundencia seguirán
transgrediendo y cada vez con mayor sadismo. El goce que proviene del
imperativo feroz superyoico exige cada vez más. Los Rolling Stone nos cantaron
esta realidad en una de sus canciones más famosas “no puedo conseguir
satisfacción. Porque trato, trato, trato y no lo consigo, no lo consigo”. De lo
único que no podemos sentir culpable es de haber retrocedido ante nuestro
propio deseo. Afrontamos una gran responsabilidad ante la que no podemos
titubear. Nos enfrentamos a una de las peores violencias, la que proviene de
los que se erigieron en amos atroces, feroces, perversos. Ebrios de poder su
maldad no tiene límites.
El chavismo ajusticia a un ser cargado de infinitos simbolismos que ya forman parte de nuestra historia. Este texto tuyo en un ejemplo de los alcances que tiene y seguirá teniendo el haber asesinado a un hombre valiente. Creo que Oscar Pérez representa un antes y un después. El fin último es un mensaje infinitamente cruel: “Quien nos rete en nuestro terreno será asesinado”. Gracias por tu trabajo, Marina. Impecable.
ResponderEliminarGracias Alirio por tu comentario tan acertado, en cada uno de nosotros se abrió un boquete que no debemos obturar corriendo para adelante. Abrazos
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