Queremos tener certezas, queremos confiar en conducciones
fundadas en saberes que no generen sospechas. Estamos sentados en la
desconfianza porque los relatos desplegados no nos condujeron al fin deseado.
El sentimiento de fracaso se profundizó y con ello el bajón emocional depresivo
era esperable con sus acompañantes, la rabia, la agresión y el desprecio a los que sentimos responsables
de nuestro desengaño. Muy humano la pretensión de seguridad a la que aspiramos
pero imposible de alcanzar cuando de procesos sociales se trata. La vida es
incertidumbre, lo sabemos, pero en momentos límites como el que atravesamos
surgen esos pensamientos y deseos mágicos como recursos para mitigar el
desamparo. A ellos nos agarramos con furia y nos decimos “algún día
encontraremos al iluminado que con paso firme nos conduzca a la liberación
deseada” Es así como los aventureros alcanzan algunos días de gloria para
terminar siendo víctimas de nuevos y muy costosos fracasos.
Sin embargo el mundo de las ideas y en consecuencias la
conformación de nuevas organizaciones sociales surgen de los grandes
desconfiados. Descartes con una lucidez y hondura de pensamiento brillante se
propone acabar con el “fracaso” de veinte siglos de esfuerzos filosóficos. No
puede soportar lo dudoso y se promete encontrar un saber absolutamente seguro,
fuera de toda sospecha. Utilizando su método de la duda sistemática pone en
cuestionamiento tanto el mundo de los sentidos como al propio pensamiento. Su
gran pregunta fue ¿cómo hacemos para no ser engañados? Una vez roto el puente
entre el mundo de la realidad y el mundo del conocimiento tuvo que acudir a un
garante que le asegurara el no ser engañado. Ese garante fue Dios. Así comienza
la Modernidad y sus grandes relatos. Se cree con firmeza que la historia es
producto de la acción de los hombres y para arribar a fines deseados hay que
ser “fuerte” con consignas fuertes y con un compromiso fuerte, “patria o
muerte” sería uno de esos imperativos típico de los grandes relatos.
Entonces y para complicar más las cosas, siglos después llega
Lyotard con el postmodernismo y decreta la muerte de los cuatro grandes relatos
de la Modernidad: la religión, el marxismo, el capitalismo y el iluminismo. Lo
que tienen en común estas cosmovisiones es su visión teleológica de la
historia, acciones coordinadas de los hombres que van a un fin inexorable, no
puede sino cumplirse. Por ese fin que debe cumplirse los hombres han cometido
todo tipo de barbaridad, vaya si lo sabremos nosotros que por llegar tarde y
mal a la modernidad hicimos nuestra peor apuesta y estamos sufriendo sus
calamidades. Lo que Lyotard destaca es que no hay fin en las historias,
poniendo en duda y desconfiando de la plenitud a las que supuestamente conducen
estas ideologías. Estamos entonces condenados a lo que él llamo los pequeños
relatos. Nada espectacular, nada que despierte pasiones. Pequeñas cosas,
pequeños actos, diversos discursos, diferencias del lenguaje son las que van a
hacer sociedad. Ya Heidegger, Foucault y Nietzsche habían abonado el terreno.
La historia es una suerte de caleidoscopio, de multiplicidad de hechos. No hay
garante y los hombres se quedan más solos en su incertidumbre. Y por supuesto
Freud viene a empeorar el cuadro cuando nos advierte que ni siquiera somos
dueños de nuestros actos, deseos e impulsos dado que hay un inconsciente, que
está allí, haciendo malas jugadas.
La mentalidad de los hombres, en todas las eras, es “duras de
matar” quedamos aferrados a imagos tranquilizadores y a las primera de cambio
podemos retroceder siglos de comprensión de nuestro devenir y tragedias. Por
estar creyendo en salvadores nos encontramos hundidos y con un país desbastado.
Pero seguimos suspirando por ese “hombre fuerte, inequívoco y metafísico” que
nos guie a nuestro fin de confort y tranquilidad anhelado. Y también nos ha
dado por excusar hasta nuestras miserias propias, antagonismos, celos,
infundios y adjetivos fuertes porque así nos acostumbró el chavismo. Otra
salida teleológica, explicación que proyectamos en otros para no hacer un poco
de ejercicio interno. Años de evolución de las ideas a la papelera de
reciclaje, años de conceptualizaciones y de avances del conocimiento al tarro
de la basura. Ya estábamos bien grandecitos (algunos) cuando esta tragedia nos
tocó las puertas y la abrimos. Para cerrarla no nos queda otro remedio que
respetar y comprender nuestros pequeños relatos. Entendernos en nuestros
dialectos y unirnos para que cobren efecto. Debemos comprender las reglas que
no son legitimadas sino por un contrato acordado entre los jugadores, tal como
nos indicó Wittgenstein “El lazo social está construido de juegos de lenguaje”.
Ese acuerdo es nuestra Constitución, que refrendamos, ninguna otra producto de
jugadas tramposas. El juego no puede ser arbitrariamente modificado y sus
reglas cambiadas sin despertar un profundo rechazo.
Seguiremos con la desconfianza, es inevitable, vivimos en un
mundo sin certezas. Aún no hemos terminado la partida pero si queremos ganar
tenemos que jugar en todo los frentes y con nuestros compañeros de equipo. Solo
los acontecimientos nos irán marcando la ruta y estos suceden todos los días. Pongamos
a la desconfianza a producir como un buen día hizo Descartes. No será ante una
chimenea, pero si antes las ganas que nos unen, porque el hombre sigue siendo
el dueño de su destino.
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