5 de septiembre de 2017

No será ante una chimenea




Queremos tener certezas, queremos confiar en conducciones fundadas en saberes que no generen sospechas. Estamos sentados en la desconfianza porque los relatos desplegados no nos condujeron al fin deseado. El sentimiento de fracaso se profundizó y con ello el bajón emocional depresivo era esperable con sus acompañantes, la rabia, la agresión y  el desprecio a los que sentimos responsables de nuestro desengaño. Muy humano la pretensión de seguridad a la que aspiramos pero imposible de alcanzar cuando de procesos sociales se trata. La vida es incertidumbre, lo sabemos, pero en momentos límites como el que atravesamos surgen esos pensamientos y deseos mágicos como recursos para mitigar el desamparo. A ellos nos agarramos con furia y nos decimos “algún día encontraremos al iluminado que con paso firme nos conduzca a la liberación deseada” Es así como los aventureros alcanzan algunos días de gloria para terminar siendo víctimas de nuevos y muy costosos fracasos.

Sin embargo el mundo de las ideas y en consecuencias la conformación de nuevas organizaciones sociales surgen de los grandes desconfiados. Descartes con una lucidez y hondura de pensamiento brillante se propone acabar con el “fracaso” de veinte siglos de esfuerzos filosóficos. No puede soportar lo dudoso y se promete encontrar un saber absolutamente seguro, fuera de toda sospecha. Utilizando su método de la duda sistemática pone en cuestionamiento tanto el mundo de los sentidos como al propio pensamiento. Su gran pregunta fue ¿cómo hacemos para no ser engañados? Una vez roto el puente entre el mundo de la realidad y el mundo del conocimiento tuvo que acudir a un garante que le asegurara el no ser engañado. Ese garante fue Dios. Así comienza la Modernidad y sus grandes relatos. Se cree con firmeza que la historia es producto de la acción de los hombres y para arribar a fines deseados hay que ser “fuerte” con consignas fuertes y con un compromiso fuerte, “patria o muerte” sería uno de esos imperativos típico de los grandes relatos.

Entonces y para complicar más las cosas, siglos después llega Lyotard con el postmodernismo y decreta la muerte de los cuatro grandes relatos de la Modernidad: la religión, el marxismo, el capitalismo y el iluminismo. Lo que tienen en común estas cosmovisiones es su visión teleológica de la historia, acciones coordinadas de los hombres que van a un fin inexorable, no puede sino cumplirse. Por ese fin que debe cumplirse los hombres han cometido todo tipo de barbaridad, vaya si lo sabremos nosotros que por llegar tarde y mal a la modernidad hicimos nuestra peor apuesta y estamos sufriendo sus calamidades. Lo que Lyotard destaca es que no hay fin en las historias, poniendo en duda y desconfiando de la plenitud a las que supuestamente conducen estas ideologías. Estamos entonces condenados a lo que él llamo los pequeños relatos. Nada espectacular, nada que despierte pasiones. Pequeñas cosas, pequeños actos, diversos discursos, diferencias del lenguaje son las que van a hacer sociedad. Ya Heidegger, Foucault y Nietzsche habían abonado el terreno. La historia es una suerte de caleidoscopio, de multiplicidad de hechos. No hay garante y los hombres se quedan más solos en su incertidumbre. Y por supuesto Freud viene a empeorar el cuadro cuando nos advierte que ni siquiera somos dueños de nuestros actos, deseos e impulsos dado que hay un inconsciente, que está allí, haciendo malas jugadas.

La mentalidad de los hombres, en todas las eras, es “duras de matar” quedamos aferrados a imagos tranquilizadores y a las primera de cambio podemos retroceder siglos de comprensión de nuestro devenir y tragedias. Por estar creyendo en salvadores nos encontramos hundidos y con un país desbastado. Pero seguimos suspirando por ese “hombre fuerte, inequívoco y metafísico” que nos guie a nuestro fin de confort y tranquilidad anhelado. Y también nos ha dado por excusar hasta nuestras miserias propias, antagonismos, celos, infundios y adjetivos fuertes porque así nos acostumbró el chavismo. Otra salida teleológica, explicación que proyectamos en otros para no hacer un poco de ejercicio interno. Años de evolución de las ideas a la papelera de reciclaje, años de conceptualizaciones y de avances del conocimiento al tarro de la basura. Ya estábamos bien grandecitos (algunos) cuando esta tragedia nos tocó las puertas y la abrimos. Para cerrarla no nos queda otro remedio que respetar y comprender nuestros pequeños relatos. Entendernos en nuestros dialectos y unirnos para que cobren efecto. Debemos comprender las reglas que no son legitimadas sino por un contrato acordado entre los jugadores, tal como nos indicó Wittgenstein “El lazo social está construido de juegos de lenguaje”. Ese acuerdo es nuestra Constitución, que refrendamos, ninguna otra producto de jugadas tramposas. El juego no puede ser arbitrariamente modificado y sus reglas cambiadas sin despertar un profundo rechazo.  

Seguiremos con la desconfianza, es inevitable, vivimos en un mundo sin certezas. Aún no hemos terminado la partida pero si queremos ganar tenemos que jugar en todo los frentes y con nuestros compañeros de equipo. Solo los acontecimientos nos irán marcando la ruta y estos suceden todos los días. Pongamos a la desconfianza a producir como un buen día hizo Descartes. No será ante una chimenea, pero si antes las ganas que nos unen, porque el hombre sigue siendo el dueño de su destino.

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