Pocos
son los teóricos que se interesan por la vida cotidiana de la gente.
Precisamente porque es de lo que no escapamos, no lo pensamos; como bien apunta
Cristina Albizu “por estar muy presente y ser muy evidente se nos vuelve
imperceptible e ininteligible”. Es curioso porque todo cuerpo de ideas en
cualquier disciplina termina influyendo, modificando o explicando la manera
como vivimos. Henri Lefebvre y Agnes Heller, desde diferentes ángulos se
interesan por esta rama del saber, el primero para dar cuenta de la realidad
social y Heller tematiza la vida cotidiana como la reproducción de la
individualidad social, un abordaje ontológico. Allí, en los detalles de cómo
organizamos nuestras vidas, en ese paisaje silencioso del que no se habla, se
encuentran los gérmenes de la rebeldía hacia un orden dominante que trastoca
cada uno de nuestros movimientos y nuestras costumbres.
Todos
los que habitamos estas tierras fuimos despojados de nuestra cotidianidad.
Aquellos actos rutinarios, levantarse, ducharse, desayunar, salir a llevar a
los niños al colegio y luego al trabajo para luego regresar y tener momentos de
descanso con la familia, han sido trastocados; actos sencillos, actos de todos
los días. Todo absolutamente todo quedó violentado por unos fanáticos corruptos
que se antojaron de hacernos “hombres nuevos”. No hay generalmente agua cuando
te provoca ducharte, no hay electricidad cuando quieres ver la televisión o
conectarte a internet. Las neveras ya no tienen los alimentos que eran
cotidianos en tu alimentación; muchos quedaron sin trabajos y los niños
encerrados en casa porque no son seguros los parques ni las calles. Cada vez
que nos cierran un canal de información trastocan las rutinas del que tenía
como costumbre verlo, cada vez que apagan una emisora hay que inventar que
hacer en ese tiempo que se dedicaba a oír un programa determinado. Nos vamos
adaptando pero con un cansancio moral tremendo, con la rabia del doblegado, con
el sufrimiento del que es violentado diariamente en su intimidad.
De
eso se trata la política, del arte para ir perfilando una estructura social que
a la vez abra los espacios para una vida individual, con las costumbres y
rutinas que cada quien elija para sí. Si le dijimos no a las guerras para poder
vivir en sociedad porqué tenemos que adaptarnos a la guerra que nos declararon
unos pocos y que nos mantiene acorralados. En realidad bailando al son de sus
músicas destempladas, encerrados, rabiosos, huraños, descargando las
frustraciones por las redes sociales porque ya ni con los amigos se puede. Los
espacios placenteros se achican cada vez más y los pocos que nos quedan, por el
empeño titánico de nuestro medio cultural, no lo estamos aprovechando porque
ahora hay que hacer un esfuerzo sobredimensionado para salir de las casas. Hay
miedo y mucho, pero también nos dio por decir “no tenemos miedo…” cuando la
realidad es que estamos aterrados. Aterrados que se nos estropee la nevera, el
carro, cualquier artefacto porque no hay repuestos o son impagables. Aterrados
por el hampa y los asesinatos cada vez más espeluznantes. Aterrados por
enfermar en un país sin medicinas. Aterrados al ver como mueren nuestros niños
de hambre. Aterrados de quedar definitivamente atrapados en la negación de la
vida, en el horror que hoy envuelve al país.
No
estamos viviendo una cotidianidad desde hace tiempo, todo hay que calcularlo,
pensarlo y repensarlo, porque un menor descuido nos cuesta la vida. ¿Cómo no vamos
a estar cansados? Y solos porque sin vida cotidiana no existe la vida social
afirmaba Agnes Heller, ambas íntimamente ligadas, indisolublemente vinculadas.
De esta experiencia vamos dejando testimonios que fue lo grandioso de Herta
Müller, escribió sin cesar (aun lo sigue haciendo) los destrozos que dejan en
el alma los totalitarismos. Es lo importante al relatar la vida cotidiana de
cada uno de nosotros, el decir como somos afectados en nuestras
individualidades, nuestras emociones a flor de piel, nuestras íntimas
inseguridades, nuestros profundos dolores. Es lo grande del hombre común que no
se coloca una coraza de palabras adquiridas de teorías para dar lecciones a los
otros y pontificar hasta en los duelos más desgarradores. Herta escribe con
poesía, con una prosa llena de metáforas preciosas para ir describiendo lo que
fue la cotidianidad, con su gente sencilla, en el horror de la dictadura
de Ceaucescu. Como ella expresa “es mirar lo oculto de los hechos y de las
situaciones que en la profundidad de lo cotidiano, como en su complejidad,
identifican, esclarecen y resaltan aquellos hitos que han configurado la historia
de determinado grupo social”
En toda dictadura se está bajo represión y se
obliga a un silencio que empuja a una búsqueda interior a un encuentro forzado
consigo mismo, nos aleccionaba Roland Barthes acerca de Herta Müller. Hacer de
los objetos y los gestos una mediación del lenguaje que debe ser comedido
porque está bajo arresto. Así expresó Herta su escogencia para aminorar la
persecución “Cuando se nos prohíbe hablar, intentamos afirmarnos con gestos e
incluso con objetos. Son más difíciles de interpretar y permanecen un tiempo
libre de sospechas” De allí que mientras más silencio se nos impone más
esencial se va volviendo la escritura. Solo que el don de metáforas (un
privilegio otorgado a pocos) sublimes y estremecedoras de Herta Müller
conforman una voz merecedora de un premio Nobel. Es la memoria que renuncia al olvido.