Era muy pequeño cuando su madre murió. No la recuerda, pero
tiene una imagen nítida por los cuentos que Casimiro le contaba, su padre
adoptivo, la pareja de Cristina. Una mujer con sus particularidades excéntricas
que no le imponía a nadie pero que tampoco negociaba, así la respetaban y por
ello precisamente era recordada todavía con una presencia que lejos de irse
diluyendo se acrecentaba. Pasaba largas horas ensimismada en sus pensamientos y
realizando labores manuales, tejía, cocía, pintaba y toda su creación quedaba
marcada por una pincelada de autor. Esa marca no fue fácil de descubrir pues se
las ingeniaba para que quedara camuflada entre los colores o texturas de sus
obras. Iba dejando un mensaje a través de pequeñas señales, unas veces dibujos
miniaturas, otras letras aisladas y hasta se llegó a descubrir gotas de su
propia sangre. Se supone que presintió su muerte prematura desde muy temprano y
quiso dejarle a su hijo un legado, una brújula y borrar de su vida su abandono
forzado.
Casimiro ayudó sin saberlo porque desde el mismo momento que
cerró sus ojos no dejó de mencionarla. David
no hagas eso a tu madre no le gusta, David ve y recoge ese desorden ¡Ay si
tuviera tu madre! Come, come a tu mamá le gusta verte con apetito, siempre
asoció las ganas de comer con la alegría. Si, David tienes que estudiar a tu
mamá no le gusta la ignorancia. Así era, una mujer que no pasó por una
escolaridad formal pero que poseía una sabiduría natural muy práctica en la
vida. No dudaba, sabia de inmediato lo que era correcto y lo que no, no hacia
concesiones. No era rígida ni autoritaria, pero su postura indomable le hacía
ser muy respetada, con una sola mirada su hijo sabía lo que no le gustaba.
David no era precisamente un niño sumiso, todo lo contrario, tremendo y pícaro
como un ser querido y libre. Quería a su madre como a una diosa, la vio siempre
con sus ojitos enamorados. El día que murió su carácter cambió. De ser un niño
juguetón y alborotado enseguida se volvió más reservado y ensimismado, como si
ese rasgo de su madre se le hubiera incrustado en su alma de inmediato.
Casimiro también cambió, recogió todas sus cosas, a su
muchacho y se fue a vivir a un faro abandonado muy cerca de su casa. Quería
borrar su presencia con un cambio de lugar pero no lo logró, porque se llevó sus
rastros, sus acertijos en un baúl, sus cosas y sus pesares. A David ese cambio
le dio igual, total estaba solamente a unos pocos metros de su casa, allí
estaba su colegio, sus amigos y su paisaje. Más bien le divirtió, el faro tenía
un aire de misterio que lo cautivó. Estaba viejo y abandonado pero esa maderas
con su olor a humedad y su constante crujir en lugar de asustarlo llenó su
cabecita de pensamientos mágicos; cuentos que se inventaba y en los que pasaba
horas deleitado. Sus cuentos nadie los conocerán no los escribió y si lo hizo los botó.
Muy pronto y como producto de sus fantasías llegó a la
conclusión que su madre había dejado un mensaje para él y se dedicó a buscarlo,
calladito y sin despertar alarmas se trazó su propio plan. Total Casimiro
pasaba horas trabajando y arreglando su nuevo espacio.
Todos los días al llegar del colegio subía a lo más alto del
faro donde se encontraba el baúl de su madre. Una buhardilla redonda con grandes
ventanales por los que se divisaba un océano generalmente plácido y multitudes
de gaviotas que hacían piruetas en el aire, en una danza muy particular para quienes
compuso su música. De noche podían apreciarse lucecitas que atravesaban el mar
y que inspiraban sus deseos de aventuras. Un día, se decía, voy a recorrer el
mundo en uno de esos barcos que me vendrá a buscar. Hablaba con las estrellas y
con ellas mandaba mensajes a su madre. Una vez que exploró el lugar, se deleitó
con sus vistas y cuentos solitarios, buscó un taburete y comenzó su verdadera
aventura que le abarcaría toda la vida y que determinaría su pasión. Descifrar
un mensaje, en este caso el de su madre.
Abrió un día el baúl, lentamente y con mucho cuidado, con la
sensación de comenzar a hurgar en un lugar sagrado. Allí encontró lo que se le
antojó era su tesoro. Mediecita tejidas, cobijitas, suetercitos, todos para un
bebé confeccionadas con los hilos y tejidos más exquisitos. Chales y bufandas,
guantes, gorros y pañuelos dignos de una colección de arte. Había también
pinturas repetidas de una mujer mirando por una ventana a la espera de alguien
que no terminaba de llegar. Se distinguían sus cuadros por las tonalidades
pasteles y sus características nostálgicas. Cuadernos confeccionados
enteramente por sus manos; el papel y la encuadernación con texturas y
tonalidades de una delicadeza y buen gusto como no volvería a ver en ninguna
parte del mundo. Esos cuadernos estaban llenos de recetas escritas con una
tinta de un color nunca vistos antes. Seguramente producto de años de
investigación hasta dar con su color distintivo. Recetas de su propia invención
y de su meticuloso incursionar en la cocina, acompañadas de dibujos siempre
realizados en colores pasteles pero que ya revelaban un encuentro de lugar.
David presintió que estaba descubriendo los secretos de la
feminidad, todo aquello irradiaba un perfume y un misterio que no podían emanar
sino de una mujer. Lo sagrado, el mundo de lo insondable, la belleza de lo
inútil, la pasión por lo particular. Después de llegar al fondo en aquel baúl
que le devolvió a su madre y volviendo a poner cada pieza en su lugar con las
reverencias merecidas, quedó impactado con un minúsculo símbolo, casi
imperceptible, en una de las puntas de un pañuelo. Volvió a ver con más cuidado
y observó que cada una de sus obras tenían, en algún lugar, signos distintivos
pero de igual color y casi imperceptibles todos ellos. Tengo que hacerme de una
lupa e ir descubriendo más misterios de mi madre, se dijo y no se traicionó.
El toc toc toc de su padre lo obligó a descender nuevamente a
su cotidianidad.
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