Torre de Agbar. Barcelona |
El falo es el significante de lo que no se tiene y de lo que
no se es. Representa la incompletud que somos y por lo que estamos
constantemente deseando a otro ser humano que nos desee; deseando obtener
privilegios, un lugar reconocido por otros, dinero, poder y un largo etcétera
que podría extenderse sin que tenga fin. Somos máquinas de deseos y al cesar
este motor existencial estamos muertos. Causa sufrimiento porque al creer que
tenemos o somos lo que deseamos, nos damos cuenta que nunca es suficiente y la
búsqueda continúa hasta el fin de los días. No podemos tropezar con la imagen
del deseo y creer que lo hicimos realidad sin enfrentar lo pavoroso, lo
siniestro; aquello que se nos devuelve como un monstruo destructor. El objeto
conseguido que imaginativamente nos complementa y por lo tanto le quitamos vida
propia, ese objeto se desvanece en su privilegio al quedar reducido a un
apéndice de nuestro cuerpo, un pene que no puede escapar a las leyes de la
biología y por lo tanto de la muerte. Es la locura, la incapacidad del discurso
ordenador y de la inserción en la cultura.
El falo no es el pene,
pero el pene es el órgano que desde lo real emite señales (experiencias de
goce) para la posibilidad de simbolizar la potencia en la búsqueda del deseo. Y
ese símbolo primordial que representa a un órgano que irremediablemente falla,
que recuerda que no somos sin carencias, es el falo. Pues bien los seres que no
se culturizan, que no domestican sus pulsiones, que no se resignan a posponer
satisfacciones, que no internalizan que no todo está permitido, que se quedan
apegados a la obviedad de la representación carnal de sus goces sexuales, que
cargan sus penes y los exhiben de formas grotescas provocando escándalos en la
cultura, son los seres que muestran una mayor impotencia. Impotencia para salir
de la trampa más banal en la que puede caer un ser humano, mostrando, de esta
forma, una fenomenología tan gastada y repetitiva sin ningún rasgo de
creatividad. Grotesco porque carecen de lo sublime y hermoso del amor
cultivado, porque la vida se les va esculpiendo pedazos de carne (partes del
cuerpo) que no puede escapar a la corrupción y en una fanfarronería
exhibicionista de lo que no tienen y no son. La adoración de una imagen.
Este fenómeno del culto fálico ha existido desde que se tiene
conocimiento del hombre sobre la tierra, siendo uno de los mitos más
ilustrativos el de Priapo. “En
Trecia existía el culto a Priapo, hijo de Afrodita y de Dionisio; era
representado como un hombrecito en actitud burlesca y provisto de un enorme
pene, el cual pesa en una balanza. El otro plato de dicha balanza, contiene una
bolsa repleta de monedas de oro, simbolizando no sólo el peso del pene, sino
además, su valor y estima. A él se le rendía culto, en cuyo honor se celebraban
grandes orgías fálicas”. Las joyas, el dinero, el poder junto con esta actitud
burlesca e irrespetuosa hacia otros seres humanos, son las constantes que se
observan en algunos hombres y mujeres que ocupan puestos de poder (el cual
siempre será transitorio) y por sus carencias espirituales, confunden un lugar
temporal con lo que son o tienen. Estos seres que muestran una carencia
fundamental de un discurso propio suelen caer víctimas de los monstruos creados
por ellos mismos. Terminan robados, vengados, enfermos y traicionados. Despreciados e irrespetados
por la cultura que organiza al mundo gramaticalmente, el que nombra para
separarse de sí, el que se encuentra inserto en un lenguaje y construye desde
su falta.
El poder a pesar de su
precariedad posee la tentación de tener acceso a cualquier goce. Se supone que
a través de él se tiene potencia para adquirir riquezas, mujeres, objetos de
prestigio: vehículos costosos, relojes, viajes ostentosos y también crea la
ilusión de poder preservar estos objetos de goce de los otros que envidian esas
pertenencias. Crea la ilusión que los súbditos reconocen la superioridad de
estos autocondecorados con medallas etéreas; cuando en realidad van gestando
odio, resentimiento y las luchas antropológicas por destituir a los falsos
propietarios de lo que supuestamente debe ser para todos. Los tiranos se van
rodeando de estos seres tan poco cultivados y primitivos como lo son ellos
mismos, dedicándose a la tarea de arrebatar todo lo que pueden. Arrebatan fincas,
empresas, propiedades y niñas de sus hogares. Caminan observando quien será su
próxima víctima con desparpajo porque al creerse falos andantes nada les puede
ser prohibido. No hay que repetirlo sabemos cómo terminan; suficientes ejemplos
tenemos en la historia. Basta leer “La fiesta del Chivo” de Vargas Llosa.
Seres enfermos de narcisismo que
los compele a gastar todas sus energías psíquicas a no cotejarse con otros, se
tienen que mantener en posiciones superiores desde las cuales resguardar sus
ídolos de barros y sus fechorías. Abrirse al juego de las diferencias y el
respeto es rebajarse a la consideración del otro como igual; exponerse a las
angustias de sus carencias y a las tensiones propias que implica toda relación
con los iguales. De allí que se aferren al poder y a querer ser representantes
del falo como las únicas tablas de salvación para no descender al terreno de
los humanos, sujetos a la ley del despliegue de significantes. Es sin duda una
apuesta suicida y una renuncia a la libertad al ser impotentes para cultivar su
propio relato.
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