Cuando se vive en un estado de supresión de la justicia, todo
ser humano es susceptible de caer en desgracia ante la clase dirigente, no por
los actos que un individuo pueda cometer sino simplemente por lo que es. Sabe
el detenido que no ha sido procesado por normas jurídicas acordadas en una
sociedad dada, que ha pasado a depender de otro que actúa de forma arbitraria y
fuera de la ley. Del Otro de la Horda primitiva que describió Freud en Tótem y
Tabú, el padre déspota que simplemente doblega a sus hijos para conservar para
sí todo el goce sin permitir ninguna administración ni restricción del mismo. A
esa persona se le suprime de toda posibilidad de decidir por sí mismo sus
actos, no se le reconoce su derecho a hacerse responsable de sí y con ello queda
fuera de todo acto jurídico y como consecuencia de su lugar como sujeto moral.
Queda abolido de la humanidad por la intervención del poder arbitrario y
subyugador. Se le niega la condición por excelencia, la libertad. Se le humilla
y se le causa uno de los sufrimientos imperdonables que consiste en no respetar
la dignidad de estar vivo y poder vivir según su propio criterio. El ser humano
se cosifica.
Estas acciones que persiguen el sometimiento, la humillación
y el maltrato al otro es lo que se ha catalogado como “el mal” el cual ha sido
sometido a no pocas interrogaciones con la finalidad de entender tan terrible
fenómeno, a qué se debe y cómo explicarlo. Fue teorizado por Freud como una
tendencia inherente en el ser humano, las pulsiones de muerte, que empujan
hacia su satisfacción sin ningún miramiento de tipo social. Freud no fue
optimista con el porvenir de la humanidad y en su teoría dualista fija la lucha
que el hombre siempre va a tener que librar entre fuerzas antagónicas. Una que
empuja hacia la creación y el acuerdo amistoso entre los hombres y la otra
fuerza, muy poderosa, que impele a la destrucción y la muerte. La naturaleza
humana, entonces, contiene la maldad.
Por otra parte Kant también dedica parte de su pensamiento en
la comprensión de este fenómeno y en su obra “La religión dentro de los límites
de la mera razón” introduce el concepto del “mal radical” como un falla de la
voluntad para atender al imperativo ético de la razón. Una suerte de perversión
de la voluntad. Pero quizás es Hannah Arendt quien más tiempo dedicó a este
flagelo y tuvo algunos cambios a lo largo de su indagación. En un principio
toma de Kant la expresión de “mal radical” para dar cuenta de los crímenes
cometidos por los nazis que ya no pueden ser entendidos “por interés propio, la
sordidez, el resentimiento, el ansia de poder y la cobardía”. Posteriormente y
habiendo presenciado el juicio que se le siguió a Adolf Eichmann queda
impactada por el hecho de no haber encontrado ninguna huella motivacional
específica en este criminal capaz de haber cometido actos monstruosos. Su
teorización acuña entonces su famosa teoría de la “banalización del mal” que no
pocos enemigos le acarreó y que no ha cesado de permanecer en la primera y más
importante consideración de todo aquel que trate de entender algo sobre este
pasaje tan ominoso de la historia de la humanidad. Pareciera que al tratar de
abordar la maldad a la que es capaz de llegar el ser humano siempre algo se nos
escapa.
Queda algo como resto en el discurso intelectual porque al
abordar el mal estamos apuntando a otro registro que no pasa por el lenguaje
pero que lo conmina a interrogarse y es en este punto donde Lacan aporta su más
importante contribución. Hay un sujeto que no es el sujeto de la ciencia, se
trata del sujeto de las pulsiones, el sujeto del goce al que afirma “no es
fácil encontrarle la vuelta”. Es la parte no racional del sujeto a la que solo
podemos acceder a través de la palabra, dar vuelta en su entorno hasta poder
poco a poco ir haciéndose de trozos de su terreno. Lacan propone servirse de la
lingüística para producir efectos sobre este sujeto del goce y lograr así un
cambio subjetivo. Extraer un saber por vía del significante, el saber inscrito
en el goce. Si bien este proceso se enmarca en el encuadre de una sesión psicoanalítica,
podemos con certeza afirmar que en los discursos públicos y en la utilización
del lenguaje político podemos inferir de igual manera como se desliza el goce
de los opresores, como el mal se manifiesta en su más pura intención destructora. Se revela en el
discurso los placeres que causa el infringir dolor. Inevitablemente el sujeto
del goce se pone en juego.
De acuerdo con lo que Bruce Fink afirma “La sociología y la
ciencia política serian imprudentes si ignoraran al sujeto de estas últimas
acciones, el sujeto como goce, por creer que sus campos pueden explicarse de
manera exhaustiva únicamente mediante el sujeto significante”, para arribar a
la comprensión del mal infligido por los abusadores del poder hace falta leer
entre líneas, leer lo que queda dicho sin decirse en la verborrea incontenible
con la que constantemente se bombardea a la ciudadanía, siguiendo patrones más
que conocido de las técnicas propagandísticas para subyugar, doblegar y
cosificar a los sujetos integrantes de una comunidad. De eso se trata la maldad,
gozar del otro sin su consentimiento en un juego mortal. El psicoanálisis ha
aportado al mundo nuevas compresiones de los fenómenos humanos que no poseían
la Ciencia ni la Filosofía, y muy lentamente se ha venido introduciendo como
categorías interpretativas en la sociología moderna y los pensamientos post
modernos. Ignorar la
existencia del sujeto del goce es quedarse sin herramientas para la comprensión
de los hechos desbastadores y bárbaros a lo que es capaz de llegar el ser
humano. Hitler y Stalin pueden ser los prototipos pero de estos seres está
cundido el mundo; la psicopatía le ha ganado terreno a la civilización.
No se trata y no es la intención invitar a sentarnos a
analizar los discursos de los tiranos para modificarlos, a los tiranos hay que sacarlos.
Se trata de una invitación a comprender que somos víctimas del mal y que el
odio y el resentimiento crecen e impregnan el ambiente de las ciudades con un
vapor hostil que dificulta en grado extremo la respiración. Se trata de no
ignorar la existencia de la maldad, no borrar los efectos del daño y no jugar
con las categorías religiosas del perdón y la bondad impuesta por un moralismo que
revela muy poca reflexión. Son tiempos de pensar en la muerte a los que nos
empujan antes de tiempo, aunque como Spinoza nos ilustró “el hombre libre en
nada piensa menos que en la muerte y toda su sabiduría es sabiduría de la
vida”.