Nada hay más notorio en las caras
y gestos de las personas que transitamos por estas calles que el dolor. El ser
testigos de matanzas de jóvenes en mano de los cuerpos policiales del estado ha
movido en la intimidad de cada quien una profunda desazón, se han despertado
sentimientos de indignación, rabia, desconcierto y sobre todo de desprecio
absoluto hacia los responsables de implementar esta política de estado. Si, se
trata de políticas de estado muy conocidas de regímenes totalitarios que
justifican los medios para imponer unos fines que por más que tratemos de
comprender en su despliegue discursivo vacío, no lo logramos. Es incomprensible
tal estado de cosa, es incomprensible la maldad en su más pura y cruel
expresión, nada justifica crímenes a muchachos indefensos, nada justifica
sumergir a una población en el horror, nada justifica tener como representante
del estado a un indigno que se expone en su más baja calidad humana al tratar
de “justificar” tal barbaridad con la más pura y simplona argumentación de
acusar a la víctima de actos peligrosos para su pseudo estabilidad en el poder.
Sí, estamos pasando las horas más amargas y traidoras de nuestra historia, nos
han partido en nuestra entereza moral, nos han propinado un golpe certero y que
podría ser mortal si no estamos preparados para conocer los resultados de estas
políticas en el alma de los ciudadanos. Así que veamos un poco cuales son los
efectos colectivos que estos crímenes atroces producen y por lo tanto cuales
son las finalidades que persiguen los tiranos.
El dolor nos hace muy
vulnerables, nos entrega en manos de otros, que si son seres queridos pueden
constituir abrazos reconfortantes y vitales, pero si caemos en manos de
rufianes que quieren precisamente nuestra debilidad, simplemente perderemos la
dignidad que nunca debe ser puesta en juego ni negociada bajo ningún pretexto.
Perdemos al quedar indefensos y sin energías en primer lugar la dignidad de la
acción, inermes seremos víctimas fáciles para que continúe el maltrato sin
miramientos. En segundo lugar perdemos la dignidad del pensamiento, el dolor
solo da cabida a pensamientos auto destructores, derrotistas y limitantes que
no permiten un razonamiento adecuado a las circunstancias, el dolor no permite
el contacto con otros sentimientos más movilizadores. Es por ello que la rabia
muchas veces se impone para tapar el dolor, la rabia moviliza y así sea un mecanismo de defensa,
puede ser un vehículo para enfrentar la barbarie y rebelarse de los ávidos de
intervenir en nuestra vida íntima y en nuestros bienes, entre ellos el más
preciado, la vida. Así nos recuerda Fernando Savater “Quien sufre, con tal de
que no aumente su dolor, con tal de que se alivie o se le remedie, no tiene
derecho a pedir más. El dolor lo primero que quita es el derecho a elegir, nos
convierte en rehenes tanto de nuestros auxiliares como de nuestros verdugos” Es
por ello que una sociedad alegre es la que verdaderamente hace lazo social,
porque la alegría es contagiosa, locuaz, invita a compartir ideas e intercambiar
experiencias. Nos reúne en espacios públicos, nos hace vitales y entusiastas
para emprender nuestros proyectos personales, nos hace en última instancia
vivir a plenitud y pensar en las posibilidades de un futuro mejor. Pero ¿quién
ha sido testigo de ciudadanos alegres en regímenes totalitarios? En estos
sistemas pareciera que un manto gris se expandiera sobre las ciudades y eso
aunado al deterioro estético que se va generando por la falta del trato y las
formas bellas, todos terminamos viviendo en un lodo, empantanados, derrotados,
acabados aunque así no lo hayamos escogido ni deseado. Debemos no cesar en
nuestra búsqueda de recuperar la alegría por más fuertes que sean los golpes
recibidos y más vale que sea rápido porque siempre somos vulnerables de poder
recibir el golpe definitivo del cual ya no podremos levantarnos y marcará el
punto de inflexión definitivo.
Hannah Arendt introdujo un
pensamiento en la cultura occidental que no ha dejado de arrojar luces sobre
este tan difícil fenómeno de la maldad; y quizás ha sido la que ha estado más
cercana de facilitarnos una categoría de análisis interesante para poder
comprender algo del horror generado por estos monstruos que se repiten en la
historia de la humanidad. “La banalidad del mal” que no pocas controversias ha
causado y no pocas páginas de análisis ha generado. Con la adjetivación de
“banalidad” no quiso en ningún momento minimizar la importancia de los
devastadores desastres que impone la tiranía, ni mucho menos disculpar a los
responsables de estos criminales de la historia humana. Por el contrario, lo
que quiso fue desmitificar la especialidad diabólica y la grandeza del crimen,
porque el crimen es cometido por los seres más bajos de la escala humana, son
“personas corrientes” carentes de compromisos sociales y de responsabilidades
morales que se abstienen de contradecir las ordenes que no respetan los
derechos humanos, sino que más bien se amparan en ellas mostrando una debilidad
absoluta de carácter y carentes de una identidad con los semejantes. Cuando
quedan a la orden de la justicia, como les sucedió a los nazis, muestran como
argumento defensivo no haber tomado ninguna iniciativa, simplemente cumplieron
órdenes. Es así como Arendt enfatiza que el crimen no esconde ninguna estética,
más bien nos deja al descubierto y sin adornos ante lo más bajo y despreciable
del ser humano, nos deja sin palabras e
incluso la muerte, que esta inscrita en toda vida humana, se asoma como lo más
absurdo de nuestros fracasos. Porque sabemos que vamos a morir, pero la muerte
de un niño asesinado por otro muchacho escondido en un uniforme oficial y que
banalmente cree complacer a sus superiores apretando un gatillo, se nos
transforma en un acto absurdo, monstruoso y sin sentido. Nos echa en cara
nuestro gran fracaso.
Como Ortega y Gasset señalaba,
nuestra verdadera amenaza es el desgarramiento de la textura moral que debe
observar toda organización social; el amor a la vida y la seguridad para
conservarla debe comportar nuestra firme decisión de eliminar toda perversidad
de que es capaz el ser humano y que podemos apreciar en toda su crudeza en
ciertos individuos que quieren imponer su voluntad infringiendo dolor a los
demás. No se nos puede imponer como norma de vida la destrucción y el irrespeto porque el
permitirlo nos aleja de cualquier valor que hace a la vida digna de ser vivida.
No se vive de cualquier manera, se vive en comunidad y en un acuerdo de tener
que doblegar nuestros impulsos violentos en aras de construir sociedad como
bien nos invitó Freud en su Malestar en la Cultura. No poder satisfacer
nuestras necesidades primitivas de forma inmediata y desmedida causa malestar
pero el permitirlo no nos hace posible el acuerdo civilizado con los otros. Desgarra
el alma ver cómo se truncan unas vidas jóvenes en nombre de un ideal perverso,
desgarra el alma ver cómo quedan seres queridos viviendo el peor de los
infiernos porque unos verdaderos monstruos decidieron imponer su delirio sobre
los demás. La verdadera locura proviene de haber perdido la capacidad de amar y
sentir compasión por los seres indefensos y defenderse de esta vaciedad
existencial creyéndose un ser especial destinado a salvar al mundo. No quiere
el ser común normal ser salvado por nadie, quiere solo que se le respete para poder
el mismo ser el salvador y el constructor de una vida a su manera.
De esta manera nuestros esfuerzos
por sacar del camino a los destructores de sueños es válida y diríamos que
obligatoria para que suene nuevamente las risas de los niños en los parques,
para que nuestra juventud vuelva a reunirse en los espacios abiertos sin que se
tilde de peligroso y sospechosas sus expresiones libertarias, para que los
adultos puedan trabajar y gozar de los bienes adquiridos con sus esfuerzos,
para que nuestros abuelos tengan la tranquilidad y confort necesarios bien
merecidos al final de su larga jornada. En fin para poder vivir una vida digna
de ser vivida. No dejemos entonces que el dolor nos deje a merced de los
malvados.
Si, Marina, tienes razón, el dolor, la rabia, la impotencia parecen dominar nuestro momento. Cobijarnos en el afecto que sentimos por los que amamos, reunirnos en la alegría de compartir cualquier cosa, hacer algo para agazajarlos, sorprendernos con una tarde espectacular, las gracias de las mascotas, el vuelo de los pájaros, esas cosas que también ocurren día a día, son los soportes en esta mala hora. pelear porque la derrota no nos gane. Sigue escribiendo
ResponderEliminarSi seguiré escribiendo y disfrutando de las pequeñas alegrías que nos quedan.
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