Justina Kopania |
La debilidad de una creencia es al mismo tiempo su fortaleza.
Por creer crecimos protegidos en un hogar, por creer soñamos con mundos
fantásticos y con una vida en el más allá. Tenemos amigos, familia y conocidos
en los que nos apoyamos y descansamos. Creemos en su buena voluntad, en su
afecto, en su palabra sincera. Esto de la palabra es esencial, porque lo que
tenemos del otro es lo que nos dice y su conducta que también habla. No tenemos
mucho más. Es una constante comprobación que se corrobora cada día cuando la
vida nos es benévola. La hecatombe proviene cuando la realidad desmiente esa
creencia. Se producen los derrumbes, se confirman las separaciones, la duda y
la desconfianza se apoderan de una certeza de abandono y soledad. No hay vuelta
atrás, se tiene que volver a construir un mundo pero ya con el gusanito de la
sospecha.
El hombre se las arregla de múltiples formas para salir lo
menos herido de una incredulidad. El desmentido es una vía, ante la
contundencia de los hechos se da la vuelta y trata de explicar y justificar lo
inaceptable confiriendo al hecho una lógica si no aceptable al menos
comprensible al perdón o al olvido. Se deja pasar porque lo que se podría
perder es más doloroso que la afrenta recibida. Se finge que se olvida porque
el fatal desmentido está allí aguardando en espera del próximo zarpazo. Se vive
con una sospecha, se trata de la pérdida de una ingenuidad, de la caída de un adorno
con el que habíamos revestido la vida. No son estéticos los pedazos que se nos
entregan para volver a armar el rompecabezas de la existencia. Esto se nos ha
repetido una y otra vez a lo largo de veinte años de duros tropiezos con la
realidad y de ingenuidades difíciles de erradicar.
En lugar de abandonar creencias, de renunciar a ellas por
falaces y equívocas pareciera que se aferran a ellas, se construye un fetiche.
Se coloca un objeto revestido con los atributos al que se tuvo que renunciar
porque simplemente no existía. Con el grave inconveniente que el fetiche
tampoco es real, solo cumple la función de no dejar caer al sujeto de su deseo
irrenunciable, vital. Póngale el nombre que quieran y construyan sus dioses de
barro, todo menos aceptar que estamos solos, que nos abandonaron los que no se
cansan de jugar con la aventura mientras una población desaparece por olvido e
indiferencia. Bailen enmascarados una y otra vez que la credibilidad es difícil
de tumbar aunque se tambalee. Una población puede ser engañada innumerable
veces, se desmiente el dicho popular “el que se engaña una vez no puede ser
engañado dos veces”, puede ser engañado siempre.
Que nos vienen a rescatar de otras latitudes y probablemente
del norte es una ilusión que podríamos afirmar casi religiosa. Nada más difícil
para un católico que introducir una duda en sus creencias, una ilusión grupal
que protege de las heridas. No se controla el momento en el que alguien sufre
un cuestionamiento radical de la certeza en la que creía sostenerse y aparece
una renuncia que va más allá de la duda. Se comienza entonces a abrir todo un
mundo distinto y obvio. Paso muy difícil que pocas personas dan; se trata de un
vuelco subjetivo que no se sabe si sostendrá un deseo, si sostendrá el vacío de
la existencia. Duele y asusta. Cuando
este revés les sucede a muchas personas se comienza a observar un cambio en la
tendencia grupal. “Una masa –dice Freud- es una multitud de individuos que han
puesto un objeto, uno y el mismo, en el lugar de su ideal del yo, en
consecuencia de lo cual se han identificado entre si y su yo” nos recuerda Manoni.
Mientras tanto vivimos en un mundo muy inestable, sin
credibilidad y sin confianza. Políticos que deberían conducir a través de su
autoridad moral, exhiben una conducta lamentable y errática. Una población
cansada y desesperada “cree en no importa qué” como afirmaba Umberto Eco.
Haremos como Cioran “destrozaremos los ídolos para consagrarnos a analizar sus
restos”.
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