24 de marzo de 2020

Dos males nos invaden

David Cowden


Una nueva afección se apoderó de los habitantes de este golpeado mundo, nos uniformó y unificó nuestras preocupaciones y verbo. Todos le damos vuelta a una misma problemática pero la enfocamos desde muy diferentes ángulos y con diferentes tonalidades dramáticas. Incluso los temas sublimes quedaron relegados porque ya lo que queremos es asegurarnos seguir ocupando nuestro espacio en este defectuoso mundo. Salvarnos de ser atacados por un temido enemigo invisible es la meta a lograr. La medicina y la supervivencia tienen la palabra, higiene, refugio y aislamiento son las medidas a observar sin andar en aventuras que podrían resultar mortales. No es el momento del placer, es el momento de un más allá mortificante, incómodo, imposible de domesticar a través de discursos apaciguadores y consejos de quienes fingen estar más acá de dudas e interrogantes.

Momento también estelar para conocer la relación que mantenemos con el poder. Entendiendo, en este caso al poder como el coercitivo, el que se ejerce en nombre de un supuesto orden y de un bienestar colectivo. El que viene de afuera, el que impone la vida en colectividad y que se manifiesta especialmente cuando somos amenazados de muerte. El que supuestamente se ejerce solo para protegernos como el que ejerce un padre con sus hijos cuando presiente un peligro. El poder que se ejerce en un régimen dictatorial no es precisamente protector, todo lo contrario, es amenazante. Su finalidad es mantener a la población sufriendo, aterrada, sometida, agachando cabezas haciendo genuflexiones, pidiendo perdón. Es el que ejerce un padre perverso, el que goza de cuerpos doblegados, despedazados. Ese padre que no permite a sus hijos configurarse en sujetos de sus propios deseos.

Se trata de una perversión a la ley fundamental a la Ley del padre que introduce al hijo en las normas del leguaje. Estos regímenes totalitarios ejercen un poder perverso, una forma de criminalidad que pervierte a la razón de ser de un poder de Estado y que solo manifiesta una pulsión criminal racionalizada como norma y con finalidad loable. Cuantas veces no lo hemos oído, “es por tu bien, más tarde entenderás” Ninguna otra explicación porque explicaciones racionales habrían pero son inconfesables. Ese poder se puede experimentar en este momento en cada esquina de Caracas. Policías con sus tapabocas y sus ojos inexpresivos que te paran por cualquier razón y te obligan a obedecer órdenes sin sentido “por esa calle no, por esta otra” al interrogarlos por la razón de tener que realizar una pirueta peligrosa, solo responden es una orden. Es inútil continuar con un diálogo, allí comienza una batalla a ver quién gana.

De esta forma comienza el enfrentamiento entre una naturaleza salvaje y una represión ideologizada. Una pulsión no domesticada que se resiste a doblegarse y un proyecto de dominación. El virus del momento pareciera ser un peligro real del que no tenemos que cuidar y que infunde temor de perder la vida. Somos una población que tiene mucho tiempo con la amenaza de un estallido social de grandes dimensiones, precisamente por estas dos fuerzas mortales que Roudinesco describe como un modo de criminalidad inventado por el nazismo “el nazismo inventó un modo de criminalidad que pervirtió no sólo a la razón de Estado sino en mayor medida todavía, la pulsión criminal en sí, puesto que en semejante configuración el crimen se comete en nombre de una norma racionalizada y no en cuanto expresión de una transgresión, o de una pulsión no domesticada”.

Estos proyectos aplastantes de la individualidad de los sujetos terminan fracasando porque no todo en de los seres humanos es domesticable. Y cuando la razón deja de ser el vehículo del entendimiento, las pulsiones se desbordan y se cae entonces en la perversión sadiana, se quiere al enemigo descuartizado. Dos fuerzas temibles, dos inversiones de la ley, que seguiremos enfrentando una vez finalicen estos problemas sanitarios. Mientras tanto no es aconsejable estar por estas calles por una doble razón: el contagio y la indignación.

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