David Cowden |
Una nueva afección se apoderó de los habitantes de este
golpeado mundo, nos uniformó y unificó nuestras preocupaciones y verbo. Todos
le damos vuelta a una misma problemática pero la enfocamos desde muy diferentes
ángulos y con diferentes tonalidades dramáticas. Incluso los temas sublimes
quedaron relegados porque ya lo que queremos es asegurarnos seguir ocupando
nuestro espacio en este defectuoso mundo. Salvarnos de ser atacados por un
temido enemigo invisible es la meta a lograr. La medicina y la supervivencia
tienen la palabra, higiene, refugio y aislamiento son las medidas a observar
sin andar en aventuras que podrían resultar mortales. No es el momento del
placer, es el momento de un más allá mortificante, incómodo, imposible de
domesticar a través de discursos apaciguadores y consejos de quienes fingen
estar más acá de dudas e interrogantes.
Momento también estelar para conocer la relación que
mantenemos con el poder. Entendiendo, en este caso al poder como el coercitivo,
el que se ejerce en nombre de un supuesto orden y de un bienestar colectivo. El
que viene de afuera, el que impone la vida en colectividad y que se manifiesta
especialmente cuando somos amenazados de muerte. El que supuestamente se ejerce
solo para protegernos como el que ejerce un padre con sus hijos cuando
presiente un peligro. El poder que se ejerce en un régimen dictatorial no es
precisamente protector, todo lo contrario, es amenazante. Su finalidad es
mantener a la población sufriendo, aterrada, sometida, agachando cabezas
haciendo genuflexiones, pidiendo perdón. Es el que ejerce un padre perverso, el
que goza de cuerpos doblegados, despedazados. Ese padre que no permite a sus
hijos configurarse en sujetos de sus propios deseos.
Se trata de una perversión a la ley fundamental a la Ley del
padre que introduce al hijo en las normas del leguaje. Estos regímenes
totalitarios ejercen un poder perverso, una forma de criminalidad que pervierte
a la razón de ser de un poder de Estado y que solo manifiesta una pulsión
criminal racionalizada como norma y con finalidad loable. Cuantas veces no lo
hemos oído, “es por tu bien, más tarde entenderás” Ninguna otra explicación
porque explicaciones racionales habrían pero son inconfesables. Ese poder se
puede experimentar en este momento en cada esquina de Caracas. Policías con sus
tapabocas y sus ojos inexpresivos que te paran por cualquier razón y te obligan
a obedecer órdenes sin sentido “por esa calle no, por esta otra” al
interrogarlos por la razón de tener que realizar una pirueta peligrosa, solo
responden es una orden. Es inútil continuar con un diálogo, allí comienza una
batalla a ver quién gana.
De esta forma comienza el enfrentamiento entre una naturaleza
salvaje y una represión ideologizada. Una pulsión no domesticada que se resiste
a doblegarse y un proyecto de dominación. El virus del momento pareciera ser un
peligro real del que no tenemos que cuidar y que infunde temor de perder la
vida. Somos una población que tiene mucho tiempo con la amenaza de un estallido
social de grandes dimensiones, precisamente por estas dos fuerzas mortales que
Roudinesco describe como un modo de criminalidad inventado por el nazismo “el
nazismo inventó un modo de criminalidad que pervirtió no sólo a la razón de
Estado sino en mayor medida todavía, la pulsión criminal en sí, puesto que en
semejante configuración el crimen se comete en nombre de una norma
racionalizada y no en cuanto expresión de una transgresión, o de una pulsión no
domesticada”.
Estos proyectos aplastantes de la individualidad de los
sujetos terminan fracasando porque no todo en de los seres humanos es
domesticable. Y cuando la razón deja de ser el vehículo del entendimiento, las
pulsiones se desbordan y se cae entonces en la perversión sadiana, se quiere al
enemigo descuartizado. Dos fuerzas temibles, dos inversiones de la ley, que
seguiremos enfrentando una vez finalicen estos problemas sanitarios. Mientras
tanto no es aconsejable estar por estas calles por una doble razón: el contagio
y la indignación.
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