El tiempo, ese extraño fondo al que todo el mundo nombra
constantemente y que lo entendemos como un continuo fluir. Pasa y pasa el
tiempo con sus múltiples acontecimientos, con sus cambios de señales y con
nuestras perpetuas interrogaciones. Qué difícil resulta de precisar, de
aprehender en sus dimensiones, de saber lo que es relevante en cada etapa, el
entender que ya algo pasó y estamos en otro escenario. San Agustín expresaba sobre el tiempo “cuando nadie me lo
pregunta sé qué es pero si me propongo explicarlo, entonces no sé qué es”
Tenemos en las casas muchos relojes, acordamos entre nosotros según los
horarios. Las etapas de la vida las determina el transcurrir del tiempo, y el
saber que todo tiene un fin nos hace, quizás, un tanto impacientes por conocer
nuestro destino, por ver realizado los deseos.
Allí está imperturbable, subyace al ser de las sociedades, arrastra
consigo las señales del pasado, sus marcas de creencias y miedos. Tiene el
poder de detenernos y también de precipitarnos a un cansancio.
Nunca sabemos cuándo será la última vez. Podemos pasar por
experiencias extraordinarias sin saber que llegaron al fin de su tiempo. También
podemos ver culminar una tragedia y quedar un tanto perplejos porque no lo
vimos llegar. De la temporalidad no podemos descansar y el gran esfuerzo
intelectual radica en el poder vislumbrar el significado de lo que acontece en
diferentes momentos. Es verdad que se puede pasar largas temporadas con la
sensación de “aquí no pasa nada” que nunca es cierto porque sí pasa. Pero pasa
de forma más aplanada, más imperceptible, lo que no despierta grandes emociones
en nosotros los humanos, quienes al fin y al cabo somos los que le estamos
dando sentido al tiempo. Y de repente se
desencadenan acontecimientos más ruidosos, en el ambiente se percibe
intranquilidad y se despiertan en nosotros otras y nuevas emociones, entonces
nos decimos algo se comienza a gestar, algo está pasando.
Los cambios suceden por las acciones humanas, no es el tiempo
el que determina el cambio. No podemos sentarnos y contemplar cómo cambian las
realidades, tenemos que impulsarlas, provocarlas cuando queremos esos cambios.
Lo que cambia solo son los hechos biológicos y naturales, nos ponemos viejos
sin que hayamos hecho mucho esfuerzo para lograrlo. Las estaciones cambian por
movimientos que suceden a pesar de nosotros, y las agujas del reloj avanzan sin
que podamos detenerlas. Es por eso que decimos que luchar contra los avances
del tiempo es batalla perdida. Pero lo más espectacular de nuestras habilidades
es vivir determinados por acontecimientos y emociones que ya pasaron. Fue el
gran aporte de Freud a la humanidad, las neurosis. Un adulto puede vivir con
las mismas reacciones que tuvo cuando niño y con los mismos pleitos y
conflictos de su juventud. Las cuales repetirá incansablemente con distintas
personas y en distintas circunstancias. Se convierten en seres cansones, sin
duda.
Así vemos como las reacciones generales pueden desinflar un
entusiasmo que se comienza a gestar en nuestro acontecer actual. Diferentes son
las reacciones y es esperable, pero veamos las más conocidas: “Por allí no van
los tiros, se vuelven a equivocar” “Por supuesto antes No pero ahora SI,
traidores” “Nunca podremos….” “Es muy largo ese proceso y muy lleno de trabas…
estrategia equivocada” “ingenuos si creen que….” Nubes negras que socavan las posibilidades y
la emoción que se huele, se siente y casi se palpa. Escépticos por naturaleza,
relativistas de la ética, coloreadores de gris de todo momento, visionarios más
allá del bien y del mal. Posiblemente
seres que no han terminado de entender que es su participación la que hará
posible el logro que se quiere. Como cuando éramos niños los padres realizaban
las tareas por nosotros y todo lo que tuvimos, para bien o para mal, fue por
ellos. Ya no somos niños y ya hemos perdido mucha inocencia, veamos de frente
nuestra realidad que duele y mucho. Y dejemos las actitudes infantiles, atemporales
y tratemos de entender de qué está hablando el tiempo. Escuchemos.
El tiempo arrastra mitologías, de tanto descalificarnos
terminamos descalificando las posibilidades por venir. Nuestras etapas las
construimos y determinamos nosotros con nuestras actitudes, con la manera
peculiar de vivir, con nuestros miedos y dolores. Hacemos de un tiempo una
amenaza o hacemos de un tiempo una esperanza; escogemos la posibilidad de hacer
peso para que pueda suceder lo que aspiramos o hacemos esfuerzos por servir de
alfileres que desinflen las ganas. De acuerdo, nadie sabe cómo se
desencadenaran los acontecimientos, pero cómo vivimos el proceso en curso es
nuestra decisión. Queremos arriesgarnos incluso a vivir otro fracaso o nos
sentamos a destruir toda posibilidad. Es la opción de cada quien y por otro
lado reflejo de la libertad por la que luchamos. Solo que cada una de estas
alternativas tienen un precio, un precio emocional. Jorge Luis Borges dedicó al
tiempo bellísimas palabras y siempre lo refirió a lo humano, al modo como se lo
vive y padece. “De estas calles que ahonda el poniente/Una habrá (no sé cuál)
que he recorrido/Ya por última vez, indiferente/ Y sin adivinarlo sometido. A
quien prefija omnipotentes normas/Y una secreta y rígida medida/ A las sombras,
los sueños y las formas/Que destejen y tejen esta vida”
Los movimientos históricos no son regidos por leyes
inflexibles y los movimientos sociales fluctúan, avanzan, retroceden y pueden
incluso contradecirse. Hay movimientos en nuestro hemisferio, escuchemos este
tiempo, está hablando y negarlo, hacernos los sordos es, por decir lo menos,
lastimoso. Dejemos para los anestesiados por el poder la sordera de lo que se
está gestando, arriesguemos incluso nuestro entusiasmo lo demás es vivir en una
paz mortecina. Nuestra sensibilidad es un don precioso, no vivamos adormecidos
o peleando por los atavismos infantiles. El destino somos nosotros mismos,
constituye la continuidad de nuestras pasiones y acciones. Así que a agudizar
los oídos, el tiempo habla.
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