Unos de los objetos de mayor adoración, en nuestro tiempo, es
el cuerpo. Sobre las formas biológicas tanto de hombres y mujeres se invierte
gran esfuerzo de conocimiento y de inversión. Se mantiene la ilusión que algún
día podríamos saberlo todo sobre el cuerpo y de esta forma dominar cualquier
imperfección que se presente en esta complicada maquinaria. Esta sería la meta
del saber, si es que entendemos al cuerpo como una maquinaria, donde cada una
de sus partes deberían estar, entonces, debidamente sincronizadas e integradas
y de esta manera solo tendríamos que mantenerlo en su máxima capacidad de
funcionamiento. Sin negar la utilidad y el avance significativo que ha tenido
la ciencia en cuanto al conocimiento de la biología, es indudable que cuando se
habla de cuerpo pareciéramos estar implicando algo más que células, fluidos y
órganos, estamos implicando una imagen, un goce y un concepto. Por el cuerpo
nos reconocemos en un espejo, con el cuerpo gozamos del sexo, de la comida, de
los paisajes y siempre habrá algo del cuerpo que nos es ajeno, que no
entendemos, en lo que no pensamos y que nos causa mortificación. Tiene,
entonces, el cuerpo distintas significaciones y lo tratamos de distintas formas
según sea el símbolo que represente en nuestra vida.
Como somos seres que hablamos, que poseemos un lenguaje y
como consecuencia el lenguaje nos posee, todo se complica. Ya no podemos, nunca
más, ser solo un trozo de carne que no se conoce así mismo, que no se sabe
integrado. Somos, en primera instancia lo que pensamos de nuestro cuerpo, como
lo tratamos y en segunda instancia, y muy de vez en cuando, somos un órgano que
está molestando o un dolor que nos tortura. Somos adornos para otros o somos el
objeto que se ofrece para el goce del otro con la expectativa que al mismo
tiempo nos haga gozar. Queremos, en otras ocasiones, ser referencia de beldad o
de genialidad. Queremos no pasar desapercibidos y para ello utilizamos todas
las posibilidades expresivas que nuestro cuerpo nos ofrece, hacemos bulla. Queremos
otras veces pasar desapercibidos y entonces nos encogemos, nos escondemos y
descuidamos los adornos que solo servían en referencia al otro. Todas estas
posibilidades las tenemos, y muchas más, porque nuestro cuerpo no es solo carne
y hueso, sino porque tenemos un cuerpo simbolizado y lo manejamos como
manejamos el lenguaje, el lenguaje, entonces es nuestro cuerpo.
Lacan afirmaba que el lenguaje es nuestro primer cuerpo, el
cuerpo simbólico. Cuerpo sutil que nos permite tener acceso al otro cuerpo, al
cuerpo que mortifica porque es el que nos recuerda la inmortalidad de la que no
vamos y no podemos escapar. El cuerpo que nos recuerda que algo puede estar
sucediendo en nosotros mismos y que no conocemos hasta que no se manifieste,
hasta que no hable y podamos escucharlo. Ese cuerpo que a medida que más lo
conocemos se nos presenta más como un enigma, ese que siempre se escapa de
cualquier control, que es engañoso, que está allí y es lo más próximos, pero
que no podemos asirlo y hacerlo nuestro a cabalidad. Es ese que creemos nuestro
y anda por su cuenta. Lo más familiar y los más enigmático, lo que ha sido
objeto de las mayores extorciones y abusos en nuestro vida liquida. Ese que
comenzamos a tratar como cualquier otra maquinaria a la que podemos cambiarle
los repuestos, ese que manipulamos en búsqueda de un perfección imposible, ese
al que de tanto industrializarlo, de convertirlo en mercancía lo hemos dejado
de oír y ya no lo entendemos. Ese que somos y no somos al mismo tiempo, ese con
el que tenemos que negociar, dialogar y entender a la hora que nos planteemos
el vivir o el morir. Ese nuestro gran aliado y nuestro peor enemigo, según lo
tratemos. El que nos reporta lo mejor y al mismo tiempo lo peor. Ese nuestro
cuerpo.
Por medio del cuerpo tenemos acceso al inconsciente, es el
imaginario que nos guía y nos revela. Hoy nuestra piel se ha convertido en una
página en blanco, sobre ella escribimos y dibujamos, nos decoramos al igual que
lo hacemos sobre un lienzo o una tela. Si no nos diferenciamos por las maneras
de vivir guiadas por las emociones e ideas, nos distinguimos por el decorado de
la piel, por los peinados y por los cortes en nuestra anatomía que resaltan los
preciados objetos del deseo. Queremos, por sobre todo ser deseados y para ello
cualquier método que ofrezca la ciencia y la cosmética le ofrecemos lo mejor de
nuestra economía y fe. La moda se
extendió en las pasarelas, vestido y cuerpo se equiparan en el moldeamiento de
sus pliegues, alforzas, pinzas y formas. Todo es posible aunque el alma quede
vacía en la búsqueda de un sentido. La belleza ya no está más en lo natural.
La sintomatología más relevante en nuestro tiempo se
relaciona con el cuerpo y revela la dificultad para simbolizar. Queremos
resolver las angustias en lo real y por lo tanto erramos de manera constante en
el blanco, lo real es precisamente lo que siempre se escapa, aquello que no
puede ser simbolizado, como la muerte, como los trozos de carne que no hemos
querido o no hemos podido tranquilizar a través del deslizamiento significante.
Si no nos preocupamos por el leguaje, por adquirir las buenas formas de la expresión,
nuestro primer cuerpo que nos abriga, mucho menos y de forma más patética lo
estamos haciendo con el cuerpo que nos representa ante el mundo como hombres o
mujeres. Carrera sin fin, presos de una compulsión que toma los visos de una
adicción, siempre la dosis debe ser mayor.
Despojados de un abrigo social hemos volteado la mirada a un
ropaje tatuado en la piel, dibujos que otros han simbolizado por nosotros.
Mientras una huella es la que usurpa la identidad, ya no como ciudadanos sino
como seres vivientes al tratarse de la alimentación.
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